Icono de la Crucifixión

En este día de Viernes Santo, donde Cristo muere en una cruz, publicamos la catequesis del icono de la Crucifixión que nos adentra en este misterio a través de la imagen sagrada:

Crucifixión

El icono de la crucifixión pone ante nuestros ojos el misterio de la muerte del Señor, con todo el realismo del sufrimiento, con todo su valor salvífico. La imagen de Cristo crucificado ha quedado impresa en el corazón de los discípulos. Así lo han anunciado desde la mañana misma de Pentecostés: “A Jesús de Nazaret… vosotros lo matasteis clavándolo en una cruz…” (Hch 2,22-23). El mismo Pablo, que no conoció personalmente el misterio tal como se realizó en el Calvario, sabe describir con emoción los rasgos de Cristo crucificado: “Me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20). En su predicación intenta pintar al vivo la imagen del Crucificado, como parece sugerir esta expresión de la carta a los Gálatas: “Oh insensatos Gálatas! ¿Quién os fascinó a vosotros, ante cuyos ojos fue presentado Jesucristo Crucificado?” (Ga 3, 1). No es, pues, extraño que la Iglesia haya pintado desde la antigu?edad el misterioso episodio de la crucifixión del Señor para presentar ante los ojos de todos los fieles el acto supremo de la entrega de Jesús.

La cruz campea en el centro de todas las iglesias, la imagen del Crucificado ocupa un lugar en el corazón de cada cristiano, como si la Iglesia quisiera que esa imagen se imprimiera en las entrañas, para ser causa y modelo de la salvación de los hombres, llamada poderosa al arrepentimiento, ofrecimiento de perdón y de misericordia.

Todavía hoy, cada año, en la solemne liturgia del Viernes Santo, la Iglesia muestra a todos sus hijos la imagen del Crucificado; la presenta ante sus ojos para ser adorado. La imagen recibe esta consagración litúrgica, para que todos los cristianos pongan los ojos del alma en la imagen de nuestra redención. El icono de la crucifixión compendia en pocas figuras el misterio de la Palabra del Evangelio. Es, junto al Evangelio, un icono primordial, como recuerdan los Concilios antiguos. Nos emplaza ante el misterio que ahora vamos a contemplar.

Detalles del icono

El icono es sobrio y esencial. Presenta a Cristo en la cruz y a su lado la Virgen María y san Juan, testigos amorosos del misterio, herederos de las últimas palabras del testamento de Jesús a su Iglesia. A veces a este grupo se añade el centurión, junto a Juan, y las mujeres seguidoras de Cristo, junto a la Virgen Madre. Con frecuencia en la parte superior, a ambos lados de la cruz, se encuentran ángeles en vuelo que llevan los instrumentos de la pasión.

La escena está captada en el monte Calvario, indicado apenas con un pequeño montículo sobre el que está erigida la cruz. En la base de esta cavidad hay un espacio oscuro y dentro vemos una calavera que nos muestra lo que está invisible, escondido. El polvo del primer hombre, Adán, simbolizado por este cráneo, es bañado por la sangre que cae de los pies traspasados de Cristo, la sangre de la redención. Una tradición quiere identificar el lugar del Calvario con el lugar de la sepultura de Adán.

En uno de sus preciosos himnos san Efrén declara dichoso al mismo Gólgota diciendo: «Dichoso eres también tú, oh Gólgota! El cielo ha envidiado tu pequeñez. No vino la reconciliación cuando el Señor estuvo allá en el cielo. Sobre ti fue saldado nuestro débito. Partiendo de ti el ladrón abrió el Edén. Aquél que fue asesinado sobre ti me ha salvado».

Se contempla también en perspectiva la ciudad santa de Jerusalén en la que Cristo ha sido condenado. La ciudad parece cercana, aunque Jesús ha sido crucificado fuera de sus murallas.

Fijemos la atención en los tres personajes clave del icono que nos permiten entrar de lleno en el misterio que está ante nuestros ojos.

El crucificado

La cruz con el cuerpo de Cristo, se levanta de la tierra hacia el cielo. Es el puente que une la tierra con el reino del cielo. El hombre puede levantarse hacia este reino, hacia la eternidad, desde su condición de pecado terrenal, desde su vida de vanagloria y soberbia. Existe un himno de un autor anónimo del siglo II (llamado en el Camino Neocatecumenal Himno a la Cruz Gloriosa) que dice de la cruz: “Su parte superior llega hasta el cielo, su parte inferior toca la tierra, sus brazos abiertos sobre la inmensidad, resisten a soplo de todos los vientos”.

Y el propio Cristo es el nuevo Adán: “Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego los de Cristo…”

Clavado en la cruz, Cristo aparece ya en el momento en que ha entregado su espíritu al Padre. Ha cerrado los ojos. Ha completado todo lo que se había escrito de El en la Biblia. Aparece desnudo, porque se han sorteado sus vestidos. Él entra, desnudo, en el combate con las potencias del mal que, entrando en el alma de Adán le hicieron experimentar la vergu?enza de su desnudez: “El era todo en todos, por doquier. Y mientras llenaba de sí el universo entero, se ha despojado de sus vestidos para trabar batalla con las potencias del mal”.(Himno a la Cruz Gloriosa).

Así, Cristo crucificado queda expuesto a las miradas de todos, en el culmen de su despojo y de su pobreza total. Ha expresado su sed de Dios, con el grito que ha salido de su corazón. Ha hecho resonar su plegaria al Padre rezando el salmo 21, cantado en la liturgia occidental del Viernes Santo: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Ha dado la vida por sus amigos y en obediencia al Padre, obediente hasta la muerte y muerte de cruz”.

Se ha dormido en la cruz orando, como había vivido siempre: en oración, en comunión con el Padre.

Ahora su cuerpo está ahí, como signo de una entrega hasta la muerte, don supremo hecho en su carne: carne abierta en sus manos y en sus pies por los clavos, en su costado por la herida de la lanza. En algunos iconos del costado de Cristo salen como dos riachuelos de color blanco y rojo que quiere significar la sangre y el agua. La sangre que es signo de la vida, porque El ha dado la vida por los amigos. El agua que es signo del Espíritu, porque antes de expirar El ha “entregado el Espíritu” al Padre y a la Iglesia. En las pinturas medievales se presenta a la Virgen María en actitud de recoger en un cáliz el agua y la sangre del costado de Cristo, que los Padres de la Iglesia identifican como símbolos del Bautismo y de la Eucaristía. El Crucificado es siempre el Hijo de Dios vivo. La cabeza de Cristo se destaca sobre la aureola donde siempre se leen las letras griegas que quieren decir: Yo soy el que soy. El es Jesús, el Salvador; es Cristo, el Mesías.

El árbol de la Cruz

La cruz está ahí. La cruz es signo del hombre que con su cuerpo erguido y sus manos extendidas forma el signo de una cruz. El madero reproduce este signo que está inscrito en el cuerpo del hombre y que quedará para siempre expresado en el nuevo Adán, en el hombre nuevo, Cristo crucificado, con una verticalidad que parece unir el cielo y la tierra. Con los brazos abiertos para abrazar a todos los hombres. Los puntos cardinales de la plenitud del universo se unen en él, centro del cielo y de la tierra.

Por todo eso podemos cantar que la cruz es verdaderamente gloriosa:
Este árbol de la cruz es mi salvación eterna: él es mi alimento; él es mi delicia. En sus raíces hundo mis raíces y crezco. Por sus ramos me extiendo, con su rocío me refresco; su espíritu, como brisa acariciadora, me envuelve.

Este árbol es mi refugio cuando temo, mi cayado cuando vacilo, premio en el combate, trofeo de la victoria. Este árbol es la senda angosta y la puerta estrecha, la escala de Jacob, sendero de ángeles, en cuya cima Cristo mismo se ha apoyado.

Esta es la cruz, signo cósmico de reconciliación entre el cielo y la tierra, entre todos los hombres, en Aquél que es Cruz y Crucificado, que une a Dios con el hombre, y a todos los hombre en Dios y a toda la humanidad en un solo Cuerpo, en una sola familia de hermanos. Aún después de la resurrección Cristo será siempre el Crucificado que ha resucitado, sacerdote y víctima gloriosa.

Sobre la cabeza de Cristo está colocada una tablilla con la inscripción de Poncio Pilato: “Jesús Nazareno Rey de los Judíos” (INRI). La palabra “nazareno” se asocia, sobre todo, con la ciudad de Nazaret, donde la Virgen Maria vivió después de haber sido prometida a José, donde tuvieron lugar la Anunciación y la Inmaculada Concepción por obra del Espíritu Santo, y donde Jesús pasó su infancia y su juventud. Pero es más probable otra versión: “nazareno” también puede venir de la palabra hebrea “nazir”, que puede traducirse como “justo” (existió el voto del nazireato: la oferta de uno mismo a Dios). Todavía otra versión vincula estas palabras con la profecía de Isaías (11,1), en la que se dice que el Mesías provendrá del germen brotado del tronco de Jesé (“germen” en hebreo se dice “nezer”).

La Virgen María

La Virgen está ahí, al pie de la cruz, vestida con su manto púrpura. Es su manto de santidad, de la gracia del Espíritu que hacen de la Virgen la toda Santa, especialmente en este culmen de dolor y de amor, en plena comunión con su Hijo. El manto tiene aspecto de pesado, de ser un manto de lana simbolizando la maternidad de María que abriga bajo su manto a todos los creyentes.

Con una mano lo indica, para que todos lo reconozcamos; con la otra mano parece querer ahogar el dolor inmenso que la envuelve, por ser la Madre de este Hijo; por participar con fortaleza, pero con plenos sentimientos humanos y maternales, en este momento supremo del sacrificio del Hijo. “Mujer, he ahí a tu Hijo”. Una palabra que la ha hecho Madre, de nuevo, por la gracia del Espíritu, pero esta vez de todos los discípulos de Jesús.

Nueva Eva, Madre de la humanidad, Madre de todos los hermanos del Primogénito. Aparece espiritualmente con-crucificada, en la plenitud de su entrega a la obra de la Redención, y al principio de una inmensa soledad que la acompaña hasta el momento de la Resurrección, depositaria de todas las promesas, corazón abierto para dar testimonio de lo que ha visto y ha sufrido. Testigo de los padecimientos de su Señor y su Hijo. Es Madre de Dios, aunque en la paradoja de ser Madre de un crucificado. Es la figura de la Iglesia, Esposa fiel junto al Esposo, en el momento del dolor y del sacrificio; es la Madre de todos los que sufren, porque junto a todo hijo crucificado vela la Madre dolorosa, infundiendo esperanza y amor.

Los theotòkia que canta la liturgia oriental insisten en la muerte voluntaria de Cristo en la cruz, poniendo en labios de María diálogos como este: «Tu Virgen Madre, oh Cristo, viéndote muerto, tendido sobre el leño, en el llanto gritaba: ¿Qué es, Hijo mío, este terrible misterio? ¿Cómo tú que donas la vida eterna a todos, mueres volontariamente en cruz?».

Juan, el discípulo amado

El más joven de los apóstoles permanece fiel, al pie de la cruz. Ha recogido el testamento de Jesús: “Ahí tienes a tu Madre”. Ha acogido a María entre sus bienes más preciosos. Ha contemplado con ojos de teólogo espiritual lo que ha acontecido en el Calvario. Lo narrará en el Evangelio con una intensa profundidad. El que está en el madero es un Rey que ha sido exaltado para atraer todos a El. Es el Cordero que ha sido inmolado pero no le será quebrantado ningún hueso. Es el Templo santo, lugar de la presencia de Dios, del que sale el agua viva del Espíritu. Es el Amigo que da la vida por los amigos. Es el que entrega el Espíritu y la Madre a la Iglesia, para que de nuevo todos puedan en El nacer y renacer del Espíritu Santo y de la Virgen María, como Jesús el Primogénito del Padre. Esta es la noble contemplación del misterio en la que Juan está absorto, para contarlo después a la Iglesia, a la luz de la Resurrección.

Su vestido es azul, como el de María, símbolo de la divinidad. Michel Quenot, en su invaluable obra “El Icono” dice estas impresionantes palabras: «El azul ofrece una transparencia que se verifica en el vació del agua, del aire o del cristal. La mirada penetra ahí hasta el infinito y llega a Dios.»

Contemplación orante

La contemplación del Crucificado invita al amor, a la respuesta generosa. Para santa Teresa de Jesús, que canta en una de sus poesías el misterio de la cruz, la pasión es el culmen del amor, de la fortaleza, del servicio. Jesús es ahí “espiritual de veras” y todo el que quiera vivir como Cristo tiene que hacerlo así, con suprema gratuidad: “Poned los ojos en el Crucificado y todo se os hará fácil”. Hay que amarlo con obras, porque no bastan las palabras cuando el Señor ha dado tales pruebas de amor.

San Juan de la Cruz proyecta sobre el mundo y sobre cada uno de los cristianos la figura del Crucificado –ese Cristo cósmico que él mismo ha diseñado y que Dalí ha imitado- como culmen de su acción redentora en favor de todos los hombres. Cuando con su grito desgarrador ha expresado su abandono y con su amor confiado ha unido y reconciliado todo.

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