Experiencia de la familia sobre la muerte de Ángel Bellido, feligrés de la parroquia

‘¡ESTAR CONTIGO ES CON MUCHO LO MEJOR!’

Experiencia de la Familia Bellido Recoder ante la muerte el 12 de junio de 2020 de Ángel Bellido, marido, padre y abuelo

Todo comenzó con un partido de fútbol. A finales de diciembre de 2019, en el club deportivo Brafa de Barcelona, nos reunimos casi todos los hermanos para jugar, con nuestros hijos, un partidillo en uno de los campos que tienen de hierba artificial. El año anterior habíamos organizado una jornada similar que fue un éxito, y queríamos repetir. Habían venido esas navidades Sara, la hermana mayor, con Alfonso, su marido, y sus 7 hijos desde Oviedo, pero en esta ocasión faltaba Clara, la séptima, con David, su marido, y sus 6 hijos, que este año no se habían podido desplazar desde Manchester. No era muy habitual coincidir todos los hermanos a la vez, más bien era realmente providencial cuando podíamos estar todos juntos. Aquella fría mañana a finales de diciembre se convirtió en inolvidable, sobretodo para los casi 30 nietos que correteaban entre la pista de fútbol y los aledaños. Nuestro padre, marido, abuelo… Ángel Bellido, el ‘patriarca del clan’, se había puesto de portero, ¡y menudas paradas a sus recién cumplidos 70 años! Nadie sospechaba que aquellas Navidades habían sido las últimas para él.

Ángel siempre había sido un niño movido,y eso lo llevaba de serie. Era inquieto por naturaleza. Siempre estaba haciendo algo, y si no tenía nada que hacer lo buscaba. El cuarto de seis hermanos, había nacido el 20 de diciembre de 1949 en Lumbrales, un pueblecito de la provincia de Salamanca, muy cercano a Portugal. 

Dios, que elige desde el seno materno, había mostrado ya una preferencia ‘especial’ por Ángel. Estando su madre embarazada de él con una gestación ya bastante avanzada tuvo una aparatosa caída por una escalera. Un accidente doméstico que bien pudo terminar prematuramente con la vida del feto. La medicina, en aquellos años extremadamente limitada, poco podía hacer por revertir aquella fatalidad. Su madre, apoyada en la fe e inspirada seguramente desde el cielo, se encomendó a Santo Domingo de Silos, un santo castellano poco conocido salvo por el monasterio benedictino al que da nombre en un pueblo de la provincia de Burgos, pero al que muchas embarazadas se encomendaban para tener un buen parto. De hecho la madre de Santo Domingo de Guzmán, oriunda de Caleruega, otro pueblo burgalés, se había encomendado a él durante su embarazo y había dado a luz a un gran Santo, fundador de la orden Dominica, allá por el siglo XII. Encomendándose así al Santo se colocó una cinta con una medalla de Santo Domingo de Silos en la barriga, pidiendo que el niño que llevaba en su interior saliera adelante. Dios quiso subrayar, como siempre hace porque es detallista y tantas veces habla con los hechos, que aquella vida le pertenecía y la quería… alguna misión importante debía dársele a aquella criatura y por eso ¡Ángel nació el día de la festividad de Santo Domingo de Silos, el 20 de diciembre! Al parecer esta ‘increíble’ casualidad generó un problema a sus padres, que habían pensado en llamarlo Ángel (el segundo nombre de su padre) pero ante la evidencia de la intervención del Santo dudaron en llamarlo Domingo. Pero no sólo Santo Domingo de Silos debió interceder en aquel embarazo. También el anteriormente nombrado Santo Domingo de Guzmán, fundador de la orden de Predicadores, ayudó a que Ángel recibiera es mismo don del cielo: el de la predicación.

Su procedencia castellana y sus primeros años en aquellas tierras, le habían conferido un carácter duro, sacrificado y sufridor, a la par que desconfiado, inseguro y testarudo. Eso si, era virtuoso por su honestidad e inteligencia. Ángel era insobornable, una característica hoy en peligro de extinción.

Nos asombraba cuando nos contaba los sabañones (un término casi extinto en la actualidad y poco conocido) que le salían en las manos o pies yendo al colegio durante los duros y fríos inviernos, y las penurias que pasaban en aquellos lares durante la postguerra de una España rural. Por el trabajo de su padre, funcionario judicial, a los pocos años se trasladaron a Alfaro, en la Rioja, y poco tiempo después a Burjassot, en Valencia, donde vivirá el paso de la niñez a la adolescencia. Su familia era una familia trabajadora que con el tiempo llegó a convertirse en la pujante clase media. Su madre, una madrileña de la puerta del sol de muchísimo carácter, dejó mella en su hijo mediano, Angelillo, que creció con graves carencias afectivas que le marcaron toda su vida. 

Sin embargo la ‘elección’ seguía estando presente en la vida de aquel muchacho, que de pequeño asistía con asiduidad y devoción a la Santa Misa, participando activamente de los oficios incluso como monaguillo… ¿iba a ser su vocación la del sacerdocio? Él seguramente se lo preguntaría, pero los silencios de Dios a veces son más atronadores que las propias palabras que salen de su boca y tomó una camino distinto al de la vida consagrada, pero sin perder nunca la vocación a la vida cristiana. 

Así, al acabar el bachiller, comenzó en la Universidad de Valencia Ingeniería electrónica industrial. Desde pequeño había mostrado una capacidad inusual para resolver conflictos matemáticos y una gran inteligencia para crear artefactos electrónicos. A los catorce años, con cuatro placas que encontró tiradas, condensadores, cables… creó una radio que funcionaba. Era un genio con los circuitos. Poco tiempo después daba clases como profesor a alumnos mayores que él en edad. Tenía un magnetismo inusual tanto en su forma de exponer como en el contenido de lo que decía. Escucharle era aprender.

A pesar de que en la universidad de finales de los 60 en la que tuvo que estudiar, con la revolución sexual hippie que le cogió de pleno, el mayo del 69… que propició el abandono masivo de tantos jóvenes de la fe de la Iglesia con la inmersión en el mundo de la droga, Ángel se mantuvo firme y no sucumbió al ambiente hostil que comenzaba a ridiculizar la religión, como si se tratase de una cuestión de beatas supersticiosas. Aún estando en las milicias universitarias era de los que, con otros compañeros, intentaba cada día participar en la Santa Misa. Eran los sacramentos, especialmente el de la Eucaristía, su consuelo y fortaleza en medio de la soledad y tribulaciones. 

Siendo ya un joven veinteañero en Valencia, y terminando los estudios universitarios, había conocido el movimiento focolar, cuya espiritualidad le acompañó en aquellos convulsos años para hacer frente a las vicisitudes de la España que comenzaba a plantar cara a la dictadura franquista. Aunque nunca fue simpatizante marxista ni tenía ideología de izquierdas, tan común en los ambientes universitarios de la juventud de aquellos tiempos, sufría viendo la injusticia. Y fue precisamente una injusticia que recayó sobre él lo que le trasladó a Barcelona con 21 años, y es que los caminos  del Señor son inescrutables..

Estando en la ciudad Condal, a través de los focolares, se hizo amigo de un pintor padre de familia, que lo acogió como un hijo. Como Ángel acudía a frecuentemente a Misa había escuchado en las parroquias el novedoso canto del ‘Resucitó’, del que desconocía el autor pero que lo tocaba en la guitarra. Este amigo se enteró providencialmente que el autor del ‘Resucitó’ iba a venir a Barcelona a dar unas ‘charlas’. Al escuchar a Angel tocar el canto con la guitarra le propuso: ¿quieres conocer a quien lo ha compuesto? A Angel le pareció buena idea, y así los dos aparecieron en las catequesis que Kiko Argüello y Carmen Hernández iban a dar en la parroquia salesiana de María Auxiliadora. Era otoño de 1971. Aquellas catequesis fueron un antes y un después en su vida. Cuando le venía a la memoria, por mínima que fuera la anécdota que se le ocurriera de aquellas catequesis, no podía evitar emocionarse. Nos contaba cómo al llegar a casa tras cada catequesis y meterse en la cama no podía dormir impactado por lo que escuchaba. La predicación del Kerygma, como se narra en los Hechos de los Apóstoles, lo transformó. Su hasta entonces corta vida, marcada por una infancia llena de dolor y sufrimiento, con profundas heridas y resentimientos, estaba destinada al fracaso, a la soledad, al vacío. El creer a la Buena Noticia fue un soplo de aire fresco que lo rescató de una muerte segura. Posiblemente había escuchado todos aquellos años en la Iglesia que Dios era bueno, que había entonces que sacrificarse para corresponderle, no pecar, realizar buenas obras … pero nunca hasta ese momento había escuchado que Dios ama también a los pobres, a los que no pueden, a los desgraciados, a los que odian, a los malvados, a los enemigos ¡¡a los pecadores!! En aquellos dos meses que duraron las catequesis se vio realmente pecador y se sintió amado por Dios. Ese Dios que conocía de oidas, como dirá Job, pero que llegará a conocer profundamente. Esta aparente contradicción le acompañará y cumplirá toda su vida: ‘Pero llevamos este tesoro en vasos de barro, para que se vea que esta fuerza tan extraordinaria viene de Dios y no de nosotros’ (2ª Cor. 4,7)

Así, en diciembre del 71, inició el Neocatecumenado siendo un joven ‘solterón’, en la cuarta comunidad de Maria Auxiliadora. No tenía ninguna intención de casarse ni formar una familia. Muy posiblemente, sin quizás ser del todo consciente en aquellos años debido a las dificultades de la familia en la que había crecido, sentía pánico a formar él una familia. Tener una mujer, hijos… aquello era misión imposible: No se puede dar lo que no se tiene ¿como dar amor, cariño, cobijo a una mujer y a unos hijos si no lo has recibido primero? Pero Dios escoge lo que no vale, lo que aparentemente no es, para que confundir a sabios e inteligentes, y hacer su obra. Pocos años después, cuando tenía 26 y ya con un trabajo estable pero sin ninguna perspectiva de futuro, en unos Segundos Escrutinios, una de las primeras etapas del Neocatecumenado, los iniciadores del Camino le invitaron a que rezara el poder entar en la voluntad de Dios, que de un modo u otro se iba a manifestar en una elección y proyecto de vida ¿Que quería exáctamente Dios de él?  Aquellos escrutinios le abrieron una grieta en el duro corazón recubierto de tantas inseguridades y complejos acumulados con los años. Al poco tiempo el Señor vio propicio ponerle delante, sin él pretenderlo, a Maria del Mar Recoder, una jovencita catalana que tenía aquel entonces 18 años, y que había comenzado también el Camino en la parroquia de Santa Joaquina de Vedruna de Barcelona, muy cerca de donde vivía Ángel, cuando acompañaba a su madre viuda desde hacía dos años. Tras poco más de tres meses de ‘noviazgo’ se casaron en la parroquia de María Auxiliadora y continuaron finalmente con la comunidad de Santa Joaquina, donde estaba Maria del Mar, que llevaba menos tiempo. 

Así, sin apenas conocerse, se lanzaron a la aventura de formar una familia… cristiana. Como la cabra siempre tira al monte a Ángel le costó adaptarse a aquella nueva situación personal. De vivir soltero en una casa de varias plantas, comiendo y cenando en restaurante, entrando y saliendo sin tener que dar cuentas a nadie, a tener una esposa y comenzar a tener hijos. Cinco en seis años… Era el momento de comenzar a descender los escalones para conocerse a sí mismo. Superado por las angustias de su niñez, sus miedos y luchas con su entorno y consigo mismo, sus pecados emergían de manera incesante, evidenciando heridas profundas en su ser. Ángel era infranqueable. Para defenderse de las agresiones, de las burlas, de los desprecios que había sufrido había construido una coraza que humanamente era imposible de romper. Le costaba enormemente ver la bondad del otro hacia él, el amor de su entorno, de su familia, de su mujer, de su comunidad, de sus compañeros. Desconfiaba, y sufría. Sufría por no sentirse querido como él era: un pobrecillo. Sólo Dios podía penetrar hasta el fondo y hacer mella en su espíritu atormentado. 

El Kerygma, tantas veces proclamado, tantas veces escuchado, y tantas veces creído, lo había mantenido a flote con el pasar de los años. Era el amor de Dios la única tabla de salvación que verdaderamente podía sostenerlo. Dios lo había elegido desde antes de crear el mundo, y Dios no se equivoca. La elección de Dios, sorprendentemente, es irrevocable. Hagas lo que hagas, seas lo que seas, o digas lo que digas. Si Dios te ha marcado esa señal te acompañará de por vida. 

Y así, con el paso de los años, esa señal con la que Dios marcó a Caín, prefigura de la cruz, le acompañó hasta el final. Un matrimonio y unos hijos que sacaban de él lo mejor y lo peor. Tantas veces piedra de tropiezo. Otras tantas una escalera hacía el cielo. Pero Dios no se equivoca, y ese matrimonio con esos 9 hijos, más el décimo embarazo que fue directo al cielo, no son un error ni puro azar. Son un regalo, un don inmerecido, el fruto de una elección y de una obra de lo Alto.. Dios había elegido a Ángel para iniciar con él un pueblo consagrado ¡una nación santa! No había nada en este mundo que le preocupara más: la fe para sus hijos. La fe que él sabía perfectamente que le había salvado, que como a Abraham, le había hecho pasar de la muerte a la vida, de la tristeza, el llanto, la depresión, las lágrimas, la violencia, el desasosiego, a la risa, al gozo, a la alegría. Ángel, como Abraham, como el pueblo de Israel, como Jesucristo, había experimentado lo que es la Pascua. Pero faltaba hacer esta última Pascua, la total y definitiva, de la que constantemente Jesucristo habla: ‘Ha llegado mi hora de pasar de este mundo al Padre’. 

Y esta hora tiene un secreto: es Dios el que pasa, no es el hombre el que hace el Paso. Dios viene al encuentro para rescatarte y llevarte con él, así que no estamos solos ¡Qué gran misterio! Y Dios bajó a nuestra casa como bajó a hacer este paso (Pesaj) con su pueblo. 

Según un Midrash, el versículo del Cantar de los Cantares: “Una voz, mi amado. He aquí que viene saltando por los montes, brincando por las colinas” (Cantar 2,8) se refiere a Pesaj. Un salto es un paso ‘rápido’ de una condición a otra, que es lo que quiere hacer en una noche. Pasarnos de la muerte a la vida, con presteza. Este es el significado de la salida de Egipto: la capacidad de saltar, de golpe, de la muerte a la vida, tal como lo recuerda San Pablo: “En un instante, en un pestañear de ojos, al toque de la trompeta final, pues sonará la trompeta, los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados” (1ª Cor. 15, 52).

Y hemos visto esta rapidez, esta prisa de Dios, en la enfermedad y muerte de Ángel. Enfermedad vivida justo durante el tiempo pascual, también como un signo de este acontecimiento donde el Señor se hace presente y que nos confirma algo que forma parte de su vida: la Pascua es la fiesta de la transmisión de la fe. No en vano es una fiesta que se celebra ¡en familia! la familia que no buscó, sino que recibió como un regalo del cielo. Justamente las tradiciones rabínicas dan otro significado al término Pesaj: Esta palabra puede dividirse en Pe y Saj. Pe quiere decir boca, y Saj conversar, por lo que podríamos resumir ‘la boca que habla, que conversa’, lo que nos traslada a la importancia del diálogo, de la palabra en la noche de Pascua. El valor del relato de la ‘Haggadá’, donde durante toda la cena se actualiza la historia de la Salvación, recuerda la importancia del diálogo también entre padres e hijos. Es la noche por excelencia de la transmisión de la fe, donde los padres deberán responder a las preguntas de los niños y donde éstos conocerán el poder y la fuerza de Dios no de la lectura de textos sagrados o de tratados teológicos, sino de la boca de sus propios padres. Es la excelencia de la tradición oral, tan presente en la historia de Israel y que Ángel dio a sus hijos constante e incesantemente, de manera especial en los laudes del domingo. Una predicación que, como fina lluvia, iba calando y empapando la tierra seca hasta humedecerla.

Así fue como, tras aquel partido de fútbol en familia a finales de diciembre, empezó a sentir un cierto dolor en la espalda. Todavía era algo leve, puntual, y desde un primer momento lo achacó a algún mal gesto de aquel partido. Ya no era un chaval, y era más que probable que el dolor muscular durara cierto tiempo hasta que desapareciera sin más percance, tal como había llegado. Pero el dolor, lejos de que el tiempo lo mitigara, iba in crescendo. Estando ya en febrero dormía mal y viendo que no cesaba y preocupado por el alcance que podía tener decidió ir al médico para ver dónde estaba el origen del problema y qué se podía hacer para solventarlo, porque ya no podía hacer lo que acostumbraba cotidianamente, que era salir a diario a Misa, en bicicleta, a ver a amigos, conocidos, atender a hijos y nietos, quehaceres de la casa, de la finca…

Los médicos que lo asistieron poca importancia le dieron en un primer momento de análisis. Ni una triste radiografía le hicieron a pesar de que el estado empezaba a ser penoso. Ángel iba aguantando cada vez más dolores agudos, punzantes, que lo dejaban paralizado, y que no podía controlar. La movilidad fue reduciéndose paulatinamente con el paso de las semanas. A finales de marzo le costaba caminar, lo hacía despacio, tranquilo, intentando esquivar los dolores que sentía por momentos. Era extraño en él que era puro nervio verlo tan pausado. Algo no funcionaba. El, en la medida que podía, seguía sirviendo, ayudando, estando al frente de su gran familia, y aceptando con paciencia los sufrimientos que le estaban aconteciendo, apoyándose en las manos de Dios con la oración y los sacramentos. Quiso la providencia que el primer diagnóstico de cáncer viniera a finales de abril, poco después de la Semana Santa. Había llegado su hora. Debido al Coronavirus y al decretado estado de alarma la gestión y pruebas médicas lejos de ser ágiles fueron lentas, a cuenta gotas. No se sabía todavía el grado, el alcance, el origen, pero no tenía buena pinta. 

El día 21 de abril recibió en su casa, de parte del P. Juan Muñoz, la primera unción de enfermos. El P. Juan fue un ángel que el Señor envió para acompañarlo en la última etapa de su vida. El primer sacerdote gitano de España, criado en el barrio barcelonés de la Mina, era también un gesto de cariño de este Dios que ama a los pobres, con los que Ángel siempre se identificó. Fuera donde fuera, si veía un pobre necesitado siempre tenía una limosna que dar. Incluso con los pobres de la parroquia se paraba a dialogar con ellos, a pesar de que tantos de ellos olían mal, estaban bebidos o respondían con malas formas. Siempre lo buscaban, y nos preguntaban ¿va a venir tu padre? Ese amor por los más desdichados se hizo patente cuando conoció a la Comunidad del Cordero, una orden mendicante de origen francés e inspiración dominica y franciscana, con una rama masculina y otra femenina, que entre sus muchas actividades acogía a los más desfavorecidos, y los sentaba a la ‘Mesa del Reino’. Ángel siempre se sintió atraído por aquella forma de evangelizar sincera, discreta, sin grandes aspavientos. Solamente con el amor de Cristo como medio para atraer a tantos alejados y gentes sufrientes de todo tipo. Casi a diario participaba en las actividades y oficios de la Comunidad del Cordero en la parroquia de San Jaime de Barcelona, en el centro histórico de la ciudad. 

El día que recibió la unción se encontraba muy cansado. Era un día lluvioso, y era a media tarde. Se alegró mucho al ver que un Sacerdote, en medio de las dificultades del confinamiento, se hubiera arriesgado para ir a verlo y llevarle el consuelo de la Iglesia por los enfermos. Se tuvo que tumbar en el sofá, pues no podía casi ni permanecer sentado. Escuchaba atento y con mucha devoción las oraciones propias del Sacramento. Le quedaba poco más de un mes de vida, algo que nadie podía imaginar ni en el peor de los pronósticos. La unción le dio sin ninguna duda fuerzas para aceptar los resultados que recibió dos días después, el 23 de abril, y que nos envió por mail a todos sus hijos con el siguiente mensaje de texto:  ‘informe de la Platón sobre mis molestias. afectado; hueso columna, pulmón e hígado’.

Lo que a cualquiera le derrumbaría a Ángel le hizo más fuerte. El día 25 de abril, sábado, después de meses sin poder recibir la comunión por las dificultades del estado de alarma, el P. Juan Muñoz celebró la Eucaristía con él en su casa. Ángel, que se sentaba y levantaba constantemente, dio en un eco su experiencia de la Palabra proclamada. En ella expresaba que no tenía ningún miedo a la muerte, y que si el Señor le llamaba estaba preparado. Lo decía con una entereza y paz admirable. En aquella Eucaristía, asistida por su mujer, Jacob y Ana, el dolor ante el fatal desenlace era ya evidente. Mientras Ángel se mantenía sereno, su mujer e hijos lloraban desconsolados. Había recibido la noticia la mar de tranquilo, incluso bromeando, como indica su hijo Josué que lo acompaño cuando los médicos le dieron los primeros resultados sobre el cáncer. Los médicos, acostumbrados a dar rodeos y esperanzas vanas ante esta trágica enfermedad, no sabían que delante tenían un paciente inusual, que no tenía miedo a la muerte, porque en su vida había experimentado la Vida Eterna, una vida que no se acaba nunca. 

Con los resultados de las primeras pruebas había una esperanza en algún tipo de tratamiento que pudiera hacer frente al cáncer, aunque era evidente que iba a ser todo difícil, pero con la biopsia y demás pruebas que con posterioridad le hicieron en el Hospital Clínico se vio que era definitivo: no valía ni tan siquiera la pena hacer una quimioterapia paliativa. A los médicos les sorprendió la rapidez con la que se había extendido por todo el cuerpo. Dios lo estaba llamando con presteza, estaba en sus manos.

En el Hospital estuvo ingresado varias semanas, acabándole de regular la medicación para el dolor, que era intensísimo, y que le había dejado prácticamente inerte, todo un reto que atentaba contra su propia naturaleza, ágil e independiente. Apenas se podía mover solo de la cama, pero atendía por teléfono a todos los que le llamaban y se interesaban por él. De la morfina, que le provocaba bastantes efectos secundarios, le comenzaron a administrar metadona. Recibía frecuentemente mensajes de ánimo, de cariño, que le daban alegría y consuelo, incluso visitas inesperadas que le regocijaron enormemente. Empezó a experimentar el amor de su mujer, de sus hijos, de su comunidad, de sus amigos… Un amor gratuito, incondicional, cercano, y cierto, no impostado ni disimulado. Aquel corazón endurecido y sufriente comenzaba a sentir de manera cierta y real que no estaba solo. 

El 15 de mayo recibió por la mañana la llamada del Obispo Auxiliar de Barcelona, Mons. Vadell, al que había conocido en el bautizo de su nieto Elías unos meses antes, y con el que posteriormente había coincidido en varias reuniones del Obispado porque iba a iniciar una pastoral con la que estaba entusiasmado: la de acompañar a las familias en los Tanatorios que pierden un ser querido. El Obispo quedó sorprendido de su ánimo y fortaleza, y ofrecía Misas y oraciones por él a diario. Pocos días después, el 22 de mayo,  estando en la habitación con el P. Felipe o.c.m, uno de los capellanes del Hospital, tuvo otro regalo: Habló con Kiko Argüello un rato por teléfono. El que le había predicado el Kerygma hacía 47 años le animaba ahora en los últimos momentos de su vida. Ángel, emocionado, se sentía indigno completamente ante semejantes muestras de amor, como Isabel ante la visita de la Virgen: ¿quien soy yo para que la madre de mi Señor venga a mi?

En el Hospital sufrió diversos efectos secundarios por la fuerte medicación administrada, tales como vómitos, desorientación, y otros dolores derivados, que aceptó sin rechistar. Le costaba quejarse, y sólo clamaba auxilio cuando estaba ya en el límite. A los médicos y enfermeras les sorprendía aquella actitud tan atípica. Parecía como que no quería estorbar, y pedía disculpas constantemente. Había entrado ya en los sufrimientos propios de Getsemaní, quizás los más angustiosos y difíciles de toda la Pasión que estaba comenzando. Estaba bajando ya el último escalón de la piscina bautismal antes de descender al nivel ´más profundo: la muerte.

Tras varias semanas en el Hospital Clínico con pruebas y ajustes en la medicación para tratar el dolor que le provocaba la metástasis, los médicos, a petición de la familia, vieron ya prudente y necesario enviarlo a su casa para morir rodeado de sus seres queridos. Lo trasladaron el 28 de mayo en una ambulancia. Angel no perdió en ningún momento la sonrisa, estaba contento por salir del Hospital y poder estar en su casa. Cuando llegó al que era su hogar nuevamente se emocionó, y daba gracias por todo. Lo que antes le resultaba amargo, le enfadaba, o le quitaba la paz, ahora se había tornado en bendición y agradecimiento. Todo le parecía magnífico. Esto ya fue un signo de que el Señor estaba actuando en él, pues acostumbraba a quejarse frecuentemente por cualquier nimiedad. Salir del Hospital ya era una pequeña victoria. Había estado sólo como Cristo en el huerto de los Olivos, aceptando con enormes sufrimientos, que su existencia terrena está ya finalizando. Ahora al menos iba a estar acompañado por su madre y su discípulo querido.

En casa le esperaban su mujer, y su hija Ana, la pequeña, con las que ya convivía. Pero además se le añadió su hija Lucía, que había podido venir desde París hacía unos días, y su hija mayor, Sara, con su marido y sus 7 hijos. También Clara, con su marido David y sus 6 hijos, residentes en Manchester, Inglaterra, habían podido con el coche atravesar media Europa para estar presentes en esta etapa final. Es como si Dios lo hubiera organizado a la perfección. Sólo un mes antes y Ángel hubiera muerto completamente solo y abandonado, por culpa de la pandemia del Covid. Pero con las nuevas disposiciones para el estado de alarma se le permitía estar en casa con sus hijos, que gracias a que no había colegios habían podido desplazarse desde sus lugares de residencia. La precisión de Dios es la propia de un cirujano, que sabe lo que hace y cuando lo hace. Ángel había llegado solo a Barcelona desde su lugar de origen. No podía acabar sus días también sólo. Hubiera sido una victoria del enemigo, y no lo podía permitir. No merecía ese final. Era necesario dejar a su familia y tantos allegados un dulce sabor a vida Eterna. Como contra el faraón el Señor bajó del cielo para hacer frente a un poderoso ejército enemigo: caballo y caballero debían precipitarse en el mar para cubrirse así de Gloria. Abrió el mar delante de nosotros, para que pudiéramos atravesar el mar a pie enjuto, y pudiéramos vivir, tocar y testificar que Él existe, y que tiene poder.

En casa pudo estar dos semanas escasas. Día, tarde y noche atendido, escuchado, querido, visitado, confortado. Es imposible cuantificar la cantidad de gente que pasó a verle y de algún modo despedirse de él. Y tantos que no pudieron, porque el tiempo fue breve y la situación social era grave. Decenas, cientos, que querían hablar con él, aunque fueran escasos minutos, agradecerle el bien que había podido derrochar durante sus años de existencia. Son incontables las personas que nos escribieron o llamaron para decirnos cuánto lo querían, cómo les había ayudado, cómo gracias a su palabra habían vuelto a la Iglesia o habían decidido permanecer en ella. Gente que había trabajado con él incluso hacía 30 años, y que lo recordaban con viva emoción. Angel había presidido las celebraciones de la Palabra de varias comunidades de Santa Joaquina a principios de los años 90. El don que tenía para la predicación había incidido en muchas almas, transformadas por el poder de la Palabra y la sabiduría que el Señor le había concedido para ‘partir la Escritura’. Porque predicaba lo que tenía dentro, lo que vivía: el amor a Dios por encima de todo:  del dinero, del trabajo, del afecto. Un día uno nos contó una conversación que tuvo al salir de una celebración a los pocos meses de haber comenzado en una comunidad: Era entonces un joven veinteañero, alejado de la fe, y tenía dudas sobre si continuar o no. Mi padre lo miró fijamente y le dijo: “Si no lo tienes claro déjalo, vete, aquí no te ata nada’’. Esa inesperada respuesta le impactó tanto, esperando más bien algún rollo para convencerlo que no se fuera, que le hizo cambiar completamente de opinión sobre la idoneidad de continuar en una comunidad. Habían pasado 30 años, y aquel día, nos dijo, aquella respuesta le salvó de dejar la Iglesia. 

A la semana de estar ya en casa, como las celebraciones de la Parroquia habían estado temporalmente suspendidas, vimos la oportunidad de celebrar la Vigilia Pentecostés en su casa. Era la única manera de que pudiera participar de una de sus últimas Eucaristías, y sin duda era el mejor escenario para reunirnos todos los hermanos. Preparamos, no sin dificultad, la celebración con esmero. El día anterior, por la noche, el presbítero que nos iba a Presidir la celebración nos indicó que no podría asistir porque le habían surgido unos compromisos que debía atender de manera ineludible. Pero el Señor, sin grandes esfuerzos, proveyó un sustituto en el último momento: El P. Javier Vila, un presbítero itinerante que llevaba un año en Barcelona estudiando. La Vigilia de Pentecostés, con menos lecturas que lo que habitualmente se suele hacer para que por nuestro padre no se alargara demasiado, fue una auténtica fiesta. El Espíritu Santo descendió con fuerza para darnos a todos ánimos frente a lo que iba a producirse días después. Para Ángel aquella celebración había sido un anticipo del cielo. En un salón repleto con más de 40 personas, Ángel, medio tumbado en el sofá y ya muy impedido, daba gracias por todo, cantando, dando palmas. Estaba feliz y contento de vernos a todos juntos, en comunión. Las moniciones, ecos, homilía… todo nos hablaba de la victoria sobre la muerte, que iba a hacerse carne.

Con el pasar de los días Ángel se sentía cada vez más débil y agotado, pero nunca profirió ninguna queja, murmuración o improperio contra Dios. Aceptaba su voluntad, tendido entre la cama y el sofá. Sus hijos y nietos que iban pasando le animaban las horas, aunque cada vez, con tanto trajín, terminaba muy cansado. Hubo que limitar las visitas, pues era desbordante. Había días que en una tarde podrían pasar 20 personas para verlo. Recibió nada más llegar a casa, al día siguiente, la segunda unción de enfermos. El P. Felio, párroco de San Cristóbal, amigo de sus hijos, se había ofrecido y quería verlo. Recibió esta nueva unción con grandísima alegría. Se sentía completamente indigno, pero a la  vez maravillado, por el follón que se estaba organizando. El por momentos parecía no ser consciente de su situación. La medicación y la afectación de la metástasis en el cerebro le jugaba malas pasadas, con pérdidas de memoria o comentarios incoherentes. Aún así en ningún momento perdió la cordura. Sabía lo que le estaba pasando, y él mismo le quitaba importancia. Es evidente que prefería no morir, no dejar a su mujer e hijos solos, pero sabía que el Señor no lo iba a defraudar. Por  momentos parecía que tuviera una simple gripe, no estaba preocupado ni desesperado. 

Eso sí, tenía la sensibilidad a flor de piel. Se emocionaba constantemente, ante cualquier recuerdo o comentario sobre su familia. Aquel hombre que había sido duro, impenetrable, capaz y muy testarudo, se estaba ablandando y abriendo de par en par. Su situación recordaba a la profecía de Jesucristo sobre Pedro: ‘Cuando eras joven te ceñías tú solo. Cuando seas mayor otro te ceñirá y te llevará donde tú no quieres’. Angel tuvo que dejarse llevar, dejarse hacer, dejarse querer. Y él lo aceptó. 

Tras más de una semana en casa, donde hasta pudo salir en silla de ruedas a dar un paseo, sus capacidades, sobretodo para hablar, se vieron ya muy afectadas. El sábado 6 de junio por la tarde fue la última vez que pudo celebrar la Eucaristía. Vino a su casa el P. Juan Muñoz y presidió la celebración en la que participaron varios de sus hijos. El P. Juan le preguntó si tenía miedo a la muerte,  y él respondió con una calma impropia de un moribundo que no, no tenía miedo. El Evangelio de aquel domingo no podía ser más claro y elocuente: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida Eterna” (Jn.3,16). Este Kerygma, que lo había impulsado durante toda su vida a buscar al amor de los amores, quedaba como un sello en su corazón poco antes de su muerte, señalando que el que tiene fe podrá tener en herencia la vida inmortal.

El lunes 8 de junio pegó un bajón considerable. Ya casi no podía hablar, y los dolores cada vez eran más fuertes y frecuentes.  Las noches, con las hermanas que estaban en casa en vela y que se iban turnando, eran un auténtico calvario, pidiendo cada pocas horas rescates de morfina, pues los dolores eran insoportables. Estaba camino de la cruz, acompañado como Jesucristo por las mujeres que le seguían con pena y llanto. A veces, sus miradas y silencios, hablaban como Jesucristo subiendo al Gólgota: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí. Llorad más bien por vosotras y vuestros hijos”. Había perdido en poco más de dos meses casi 30 kilos y estaba ya en los huesos. Su respiración era dificultosa, y sus movimientos muy limitados. Como Jesucristo, no se podía sostener sólo en pie. Necesitaba de un Cirineo que le acompañase. Y ese Cirineo fue su familia y comunidad, que estando delante o lejos, con la fuerza incesante de la oración, le animaba a aceptar aquel desenlace. Su cuerpo estirado en la cama de la habitación, de donde los últimos días ya no salió, recordaba sin duda al del crucificado. “El Señor quiso quebrantarlo con dolencias. Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días” (Is. 53,10). Este extracto de Isaías referido al Siervo de Yahvé se cumplió de manera íntegra en aquellos días. Ángel aceptó, como un cordero manso y humilde dispuesto al sacrificio, aquella enfermedad dura, rápida y dolorosa. No sabemos por quién y porqué pudo ofrecer tanto sufrimiento que le estaba purificando el alma, aunque lo podemos imaginar.

El martes 9 de junio la hermana mayor planteó la posibilidad de sedarlo, para, en los últimos momentos, evitarle tanto sufrimiento como estaba teniendo. Fue uno de los días más duros, pero a la vez más felices, en la vida de todos. Quedamos en congregarnos por la mañana para ir a ‘despedirle’, porque estaba todavía consciente. Era el último momento para agradecerle todo lo que había hecho por nosotros, todo lo que nos había cuidado, enseñado, transmitido. También era el día propicio para la reconciliación y el perdón. Nuestras heridas como hijos, sufrimientos, lastres, incomprensiones, castigos, injusticias… quedaban unidos a los de Ángel, y a los de Jesucristo. También nosotros íbamos a hacer Pascua: Nuestra muerte iba a transformarse en vida.  Es indescriptible el dolor que causa en el corazón de un hijo saber que ya no podrás nunca más volver a hablar con él y recibir una respuesta. Él, que tanto nos había hablado, reñido, enseñado, corregido, predicado, ahora estaba completamente mudo: “Enmudecía, no abría la boca”. No podía decir nada. Solamente abrir los ojos y mover la cabeza. Aquella hora fue como ver clavado a Cristo en la cruz, cuando ya sin fuerzas se despedía de su madre y su discípulo querido. El final está cerca. Aquellos momentos serán imborrables, no es posible describir con palabras lo que sentíamos, pero las lágrimas, el dolor humano y la desazón envolvían el clima de la habitación. Rezamos la hora intermedia, eran casi las 12 del mediodía. Estábamos todos los hermanos, con nuestra madre y los cuñados en la habitación agolpados. Parecía el Cenáculo en Pentecostés, con los Apóstoles, en torno a la Virgen, llenos de miedo y angustia. Al terminar los salmos surgió la necesidad de recibir de parte del Señor una palabra, algo que desde el cielo nos consolara, nos pudiera confirmar y acompañar. El Señor había estado muy presente todas aquellas semanas gracias a la oración de cientos de personas de todo el mundo. Ese perfume suave sin ninguna duda había atravesado los cielos desde todos los rincones para pedirle al Señor que se hiciera presente, que descendiera. Y bajó. 

Jacob, el segundo hermano, a petición de todos y siguiendo la tradición que se nos ha transmitido en el Camino y que empleaba San Francisco de Asís cuando necesitaba una respuesta clara de parte de Dios, cogió la Biblia para abrir un Evangelio al azar. Sin mirar, abrió, y puso el dedo en un Evangelio de San Mateo, en el capítulo 12 (v. 38-42): Entonces le interpelaron algunos escribas y fariseos: ‘Maestro, queremos ver un signo hecho por ti.’ Mas él les respondió: ‘¡Generación malvada y adúltera! Un signo pide, y no se le dará otro signo que el signo del profeta Jonás. Porque de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches. Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás. La reina del Mediodía se levantará en el Juicio con esta generación y la condenará; porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay algo más que Salomón”.

La Palabra nos cogió por sorpresa. No la esperábamos, y nos tocó en lo profundo del alma. Ciertamente un signo buscábamos, pero más que un signo una confirmación de que el Señor estaba con nosotros, de que esa era su voluntad, que Él permitía y quería lo que nos estaba aconteciendo. Saber que era preciso morir para entrar en el gozo de la eternidad nos dejó dulce el paladar, porque así es su amor, no ácido ni amargo, sino suave y delicioso. 

Terminado el rezo con las oraciones espontáneas, nos pusimos a cantar. Algo había cambiado. El Espíritu había descendido sobre aquella habitación y nos había dado testimonio de que nuestro Padre no moriría, simplemente dormiría, para despertar a la verdadera vida. Ángel, como no podía hablar, asentía, movía la cabeza ligeramente y lloraba. Le vimos llorar más veces en el último mes que en toda su vida. Se había convertido en un niño, preparado para ser acogido en los brazos de su madre. 

El martes, a primera hora de la tarde se procedió a la sedación de Ángel. Fuimos pasando a verle algunos ya a última hora de la tarde para seguir con él. Sabiendo que el final estaba cerca comenzamos a hablar hipotéticamente de lo que nos esperaba en los siguientes días que iban a llegar. Lucía, en un momento determinado a última hora de la tarde, entró con paso firme en el salón, y le espetó a Jacob: ‘Tengo que decirte una cosa: había pensado en que se podría hacer el funeral en la Catedral’. Jacob, aunque por fuera mantuvo la compostura, por dentro pensó que esa idea loca y peregrina era absolutamente inviable, y que además no tenía la menor intención de mover un dedo y hacer el ridículo. Antes de acabar el día llegó el P. Juan Muñoz para ver nuevamente a Ángel. Rezamos las vísperas en la habitación con él, y estuvimos comentando lo sucedido por la mañana. El P. Juan preguntó dónde pensábamos hacer el funeral, porque con la crisis del Covid iba a ser todo muy complicado. Evidentemente la primera y única opción era nuestra Parroquia, Santa Joaquina de Vedruna, pero por una cuestión del aforo máximo que permitía la ley en esos momentos apenas podrían participar 150 personas, algo claramente insuficiente para la cantidad de gente que querría venir. El P. Juan comentó la posibilidad de buscar otras parroquias, como la de Santa Gema, que al tener mayor capacidad podría permitirse la entrada a más gente. Jacob aprovechó a sacar jocosamente el planteamiento que le había hecho poco antes su hermana Lucía, de hacerlo en la Catedral, más como una ocurrencia graciosa que algo serio. Contra lo que todos nos esperábamos en ese preciso instante el P. Juan no se lo tomó a broma, sino que apostilló: ‘yo os miro de conseguir hacer el funeral en la Catedral’. Nos quedamos petrificados porque nos parecía sencillamente imposible, no sólo porque es la iglesia del Obispo, sino porque con la crisis del Covid las parroquias y Templos habían estado durante meses cerrados y era evidente que una afluencia masiva de gente para una celebración litúrgica que no fuera estrictamente necesaria e imprescindible sería rechazada ipso facto. Pero el P. Juan se convirtió en un profeta como su santo patrón, y en ese mismo momento le envió un mensaje de audio por whasta app al Cardenal Arzobispo de Barcelona, Mons. Omella. Para ser sinceros, aunque agradecíamos el gesto y el interés, nadie podía creer que fuera a ser posible. 

Al día siguiente Ángel seguía sedado y todos nosotros nos seguíamos turnando para acompañarle en la habitación con cantos, rezos de la liturgia de las horas, rosarios, coronillas… si la desgracia actual es la de morir en soledad en nuestro caso era precisamente al revés: Ángel nunca estaba solo. Seguíamos además atendiendo algunas visitas que se iban sucediendo de personas cercanas que querían despedirse en sus últimas horas. Teníamos momentos de tristeza, de dolor, soledad, angustia, pero también de paz, serenidad, y sobretodo comunión. En momentos de tensión, cansancio y sufrimiento es muy difícil, por no decir imposible, que una familia tan grande como la nuestra y con tanto carácter no acabe tirándose los trastos a la cabeza y aparezcan los reproches y las desavenencias, las diferencias de criterio y opinión que a menudo destruyen el amor. Pero la oración de tanta gente estaba surtiendo efecto, y a pesar de todo, nos manteníamos unidos.

A primera hora de la tarde el P. Pascal, con otros hermanitos de la Comunidad del Cordero, vinieron a casa para rezar por Angel y realizar su última unción de enfermos. En una habitación repleta de personas, pues también vinieron los Responsables de la primera comunidad neocatecumenal de Santa Joaquina, Juan Pablo y Gemma, se procedió a darle este último consuelo sacramental del Espíritu Santo para que poder realizar este Tránsito hacía la Vida Eterna. Los hermanitos del Cordero leyeron varias oraciones y cantaron como suelen hacer, a capella, creando un ambiente de recogimiento y fe que evocaba algo totalmente distinto a lo que humanamente estábamos viendo, la muerte de un ser querido. 

Acabada la celebración pudimos agradecer todo el bien que la Comunidad del Cordero habían hecho por Ángel durante tanto tiempo, queriendolo como era, corrigiéndolo tantas veces con mucho cariño, rezando por él y su matrimonio… 

Acabado el día nos fuimos a dormir con la sensación de que verdaderamente todo estaba cumplido. Ya sólo quedaba esperar el desenlace final. Fue para todos también unas horas de combate, pues la gracia de la Fe te inunda el corazón de una esperanza inusitada, pero la humanidad de la que estamos formados, y el enemigo que desprecia toda acción de Dios y busca siempre re-interpretar la historia, nos provocaba por momentos una sensación de angustia, tristeza y melancolía. Al final Ángel, como marido, padre y abuelo, significaba mucho y ocupaba en la vida de todos un espacio enorme. Su ausencia, que comenzábamos a experimentar, dejaba un vacío muy grande.

En la madrugada del miércoles al jueves, a las 4 de la mañana, Sara, la hermana mayor, llamó a todos los hermanos que no estábamos durmiendo en la casa de Septimania. Parecía que se acercaba ahora si el momento definitivo. Nos vestimos con presteza y fuimos corriendo para poder estar presentes. Fuimos llegando los hermanos que faltábamos poco a poco, y nos íbamos uniendo a las oraciones que se llevaban realizando desde hacía ya tiempo… rosario, laudes, oficio de lectura, Evangelio, oraciones, cantos. Entonamos el Te Deum, el canto de acción de gracias por excelencia, con una fuerza extraordinaria. Dábamos gracias a Dios Padre por todo: Por Ángel, por la vida, por su paternidad abierta a la voluntad de Dios, por sus correcciones, sus virtudes, pecados, por su celo por la transmisión de la fe. El poder dar gracias en momentos donde humanamente es imposible es una victoria de Jesucristo, no un mérito nuestro. Es un signo ciertamente pascual, porque en medio de la muerte estamos experimentando la vida, algo que en el mundo actual es casi una locura. Todo lo que implica o rodea a la muerte es una maldición. Pero de nuestro interior manaba una fuente de agua viva, como dirá Jesucristo a la samaritana, que salta hasta la Vida Eterna y que no es más que un don de Dios.

Eran ya las 9 de la mañana y lo que parecía inminente se desvanecía. Todavía no era el momento. Estábamos un poco desconcertados. No es que quisiéramos que muriera, pero el no saber en qué momento exactamente se va a producir  te produce un cierto desasosiego. Así vivimos todo el jueves, de alguna manera expectantes, como el pueblo de Israel que esperaba la liberación de la esclavitud de Egipto. Sabían que se iba a producir, que era inminente, pero desconocían el momento exacto, y eso produce una tensión especial que Dios la permite cuando quiere manifestar su Gloria. Esperar es una gracia enorme contra lo que se puede hoy pensar, pues que vivimos en el mundo de la prisa, del reloj, de la inmediatez… ¡esperar en el Señor es algo maravilloso, porque por un instante dejas de mirarte a ti mismo para dirigir la mirada al cielo! 

Y por fin llegó el momento culminante. La noche del jueves al viernes fue realmente difícil. La respiración de Ángel se tornó en una respiración bronca, acelerada, como forzada. Daba impresión escucharle, porque era como un reflejo de un cuerpo que se va extinguiendo, apagando, pero a la vez lucha por vivir y seguir respirando. Esa forma de respirar evocaba de alguna manera los estertores de los crucificados, que morían asfixiados tras horas luchando contra su propio cuerpo, que les impulsaba a alzarse apoyándose en sus brazos y pies sujetados para hacer fuerza para aspirar algo de aire. A las 5 de la mañana Sara volvió a llamar a todos los hermanos, pues ahora si que parecía el final definitivo. Nuevamente nos pusimos en marcha y fuimos apareciendo del mismo modo que el día anterior. Nada más llegar nos fuimos añadiendo a los rezos que incesantemente se iban realizando. En esa semana habíamos dormido todos muy pocas horas y estábamos en una gran tensión en todos los sentidos. Era ya el viernes 12 de junio, víspera de Corpus Christi. Estábamos como acompañando a Cristo a los pies de la cruz, con Maria a su lado en la figura de su esposa María del Mar, y su hijo Juan que la sujetaba en la imagen de todos sus hijos. 

Tras el rezo de las oraciones matutinas de la Liturgia de las Horas amaneció el nuevo día y parecía que todo iba a continuar igual que el día anterior. Ángel continuaba con esa respiración agónica y desagradable que nos angustiaba ¿cuanto más iba a estar así? ¿un día más, una semana? Nadie lo sabía, ni tan siquiera los de cuidados paliativos, que venían cada día para ver el estado de Ángel, podían decirlo. El viernes por la mañana, cuando llegaron los médicos de paliativos sobre las 9 de la mañana nos vieron cantando en la habitación. Les debió llamar mucho la atención la escena y de algún modo nos inquirieron que quizás lo estábamos sobre-estimulando, que por eso no acababa de irse. Un comentario fuera de lugar al que no prestamos mayor importancia, pero que significaba mucho. Ellos estaban acostumbrados a ver morir a muchísima gente, pero Ángel no era uno más. Su muerte no era la de un sujeto que ha estado un tiempo viviendo en este mundo y se iba como había llegado ¡Él era un hijo de Dios! y estaba viviendo ese Dies Natalis con la dignidad de ser un Hijo predilecto para el Padre. La victoria sobre la muerte ya se estaba haciendo presente y muchos estaban contemplando ese grandísimo misterio que no es más que el centro de nuestra fe.

Eran ya las 11 de la mañana y poco más había cambiado. Nos uníamos todos en casa a las labores del hogar, atendiendo niños, pensando  en cómo organizarnos todas las familias con todos nuestros hijos, contestando mensajes y llamadas de muchos que estaban pendientes, rezando, pidiendo que todo fuera bien. Sobre las 11.30 sonó el interfono. Era el Padre José López, el párroco de Santa Joaquina, nuestra parroquia. Nadie lo había avisado expresamente, pero algo en su interior le debió llevar a nuestra casa en ese preciso instante. Subió y entró en la habitación donde siempre había varios hermanos con Ángel acompañándolo. El Padre José después de saludarnos se unió al rezo de la hora intermedia y nos pidió si podía rezar una oración muy hermosa que se llama ‘recomendación del alma’ que se reza ante moribundos que están a punto de fallecer y que dice:

Querido hermano, te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Creador, el que te formó del polvo de la tierra. Que al dejar esta vida, salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos. Que Cristo, que sufrió muerte de cruz por ti, te conceda la verdadera libertad. Que Cristo, Hijo de Dios vivo, te aloje en su paraíso. Que Cristo, buen pastor, te cuente entre sus queridas ovejas. Que te perdone todos los pecados y te agregue al número de sus elegidos. Que puedas contemplar cara a cara a tu Redentor y gozar de la visión de Dios por los siglos de los siglos. Amén.

Acabada la oración comenzamos a hablar un poco de esos días y de cómo había ido evolucionando todo. Le explicamos la experiencia del martes que habíamos vivido, antes de sedarlo, cuando estando todavía consciente, habíamos abierto el Evangelio al azar y nos había salido la Palabra del signo de Jonás que será el signo que veremos cumplido en Jesucristo: su Pascua. Justo cuando Jacob acaba de explicar este acontecimiento que de algún modo nos tocó profundamente a todos Jacob le dijo al Padre José que no sabíamos, después de todo, cuándo iba a hacer este mismo Paso, y viendo el reloj se dio cuenta que eran las 12 y que se cumplían exáctamente los 3 días que indicaba el Evangelio que estuvo Jonás en la ballena antes de salir. En ese momento Jacob explicitó este hecho e indicó que dado que habían pasado ya los 3 días posiblemente el Señor quisiera llevárselo en ese preciso instante. Al acabar este comentario Ángel hizo una fuerte expiración y dejó de respirar. Nos miramos todos los presentes atónitos porque de algún modo había hecho con anterioridad cambios bruscos en el modo de respirar, pero acababa de hacer una expiración y no volvía a coger aire. Al cabo de unos segundos abrió la boca, cogió aire, lo expulsó con fuerza y nuevamente se quedó sin respirar unos instantes… La tensión como uno se puede imaginar era máxima y nos mirábamos de algún modo incrédulos ante lo que estábamos viviendo. Nos había cogido totalmente por sorpresa.  Algunos hijos y nietos presentes comenzaron a llorar. Ángel por fin se estaba yendo a la casa del Padre. Unos segundos después hizo la tercera y última expiración. Es como si hubiera estado esperando, en la presencia del párroco, la figura de la Iglesia a la que tanto había querido, por la que tanto había rezado, que tanto le había acompañado, el medio por el cual el Señor le había salvado. El Padre José además fue testigo de que todo esto es verdad y que ocurrió tal cual lo contamos, no como un misticismo sentimental sino como una prueba irrefutable del amor de Dios.

Con el último aliento de aire saliendo de él se quedó definitivamente quieto y sereno. Se le había quedado el cuerpo rígido y la cabeza algo inclinada hacia atrás, con la boca abierta. No sabiendo muy bien que hacer en ese instante que nunca antes habíamos vivid, Jacob decidió volver a hacer una Evangelio al azar. Era un momento en el que necesitábamos tocar el amor de Dios que nos consolara y nuevamente nos confirmara. La fe, como dirá San Pablo, es un combate, y para combatir el Señor nos ha dado innumerables armas, y una de ellas es su Palabra. Jacob cogió la Biblia de Ángel que tenía desde que comenzó el Camino hacía casi 50 años y abrió nuevamente al azar un Evangelio. Podría salir la genealogía de Jesús que narra San Mateo, Cristo caminando sobre las aguas, alguna Parábola de tantas que hay… pero Jacob puso el dedo en un Evangelio de Lucas cuyo título en negrita dice explícitamente ‘la muerte de Jesús’. A Jacob, conmocionado, se le saltaron las lágrimas y no pudiendo leer el texto se lo dio al Párroco que lo proclamó con gran solemnidad. El Evangelio decía: “Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del Santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» y, dicho esto, expiró” (Lc. 23, 44-46).

Escuchar en ese preciso instante esa Palabra fue un bálsamo celestial que obró en nosotros el milagro de transformar el agua en vino. En aquella habitación, aquella hora y día, Ángel subió al cielo, y el cielo bajó a nosotros. Como recoge el salmo ‘al ir se va llorando, más al volver si viene cantando’ (Sal. 125,6). 

Reunidos todos en la habitación acordamos profesar nuestra fe con el canto del Credo. El Padre José, como uno más, seguía atento a aquellos momentos de intimidad familiar, participando de aquella improvisada ‘celebración’. Las paredes de la casa retumbaban como nunca al proclamar decenas de personas reunidas que creemos en la Resurrección de la carne y en la Vida Eterna. Jesucristo había vencido la muerte y esa experiencia nada ni nadie nos lo podía arrebatar. Seguimos alabando a Dios, cantando entre otros el canto ‘Llévame al cielo’ donde San Pablo dirá aquella sorprendente frase: ‘Porque morir es con mucho lo mejor ¡estar contigo!’ Ahora Ángel ya estaba en lo mejor, y lo vivido nos lo confirmaba sin ninguna duda.

Tras el fallecimiento, su mujer María del Mar, pudo despedirse de su marido, con el que había compartido más de 40 años de vida conyugal. Le quitó el anillo y lo besó. A Angel se le había quedado la cara rígida, seria, y la boca entreabierta, como si quisiera hablar. Intentamos cambiar la posición de la cabeza respecto del cuerpo, para ver si de forma natural se le cerraba la boca. Imposible, no se podía prácticamente mover y volvía a la posición original. Pensamos en ponerle algún lazo alrededor de la cabeza que hiciera presión, pero entre que no era una solución estéticamente óptima y que además era ya mediodía y había que organizar las comidas creímos conveniente dejarlo para más adelante. Sin embargo algo sucedió en poco más de una hora, cuando volvimos a la habitación tras la comida y con sorpresa y sin que nadie hubiera intervenido, se le había cerrado la boca y se le había quedado una expresión totalmente distinta, llena de paz y hasta con una sonrisa en los labios. Pensamos ciertamente que algún hermano había pasado y lo había preparado pero tras consultarlo concienzudamente nadie había forzado nada. Es como si en su cuerpo, a través del rostro, se hubiera impreso la señal de que su alma había visto ya el Paraíso. Este hecho para nosotros fue sin duda muy significativo. Nos fortaleció más si cabe en la fe, porque era mirar a nuestro padre y verlo muerto, ciertamente, pero feliz y sereno. Todo él desprendía una paz que nos contagió y animó a seguir adelante. Es algo extraño y difícil de explicar. Verlo allí pero sabiendo que ya no estaba entre nosotros. Y al mismo tiempo notar su presencia de un modo sobrenatural. Decidimos llamar a la funeraria y al médico a última hora del día. Queríamos velarlo en casa toda la noche, y temíamos que nos pusieran problemas, pero no hubo inconveniente alguno. Fue la última noche entre nosotros, en su casa, después de tantos años.

Sobre las 22h. comenzamos las vísperas. Había llegado justamente en esos momentos el P. Juan Muñoz, que presidió el rezo en la habitación con el cuerpo presente. Estábamos la mitad de los hermanos, después de unos días de mucho cansancio. Acabadas las vísperas comenzamos a hablar en la misma habitación sobre las cuestiones propias al tanatorio, funeral, entierro… salvo que al día siguiente lo íbamos a trasladar al tanatorio de Ronda de Dalt en Barcelona el resto estaba todavía en el aire. 

El P. Juan Muñoz nos indicó que como el Cardenal y Arzobispo de Barcelona no le había contestado él había buscado otros posibles emplazamientos. De hecho había hablado ya con el párroco de Santa Gema para ver si era posible realizar allí el funeral, pues se trataba de un Templo muy grande en el que podían entrar muchas personas. El párroco había dado el placet y todo indicaba que iríamos allí. Estando en esos momentos hablando de estas cuestiones sucedió algo que nuevamente nos sorprendió. De repente al P. Juan le sonó el teléfono móvil. Era un audio dentro de un mensaje de whatsapp… del Cardenal Mons. Omella. Nos quedamos sobrecogidos. Había pasado casi una semana y justo en ese momento le daba una contestación, que pudimos escuchar en vivo y en directo. En el mensaje el Cardenal se disculpaba por la demora en la contestación, pues al ser el recientemente elegido Presidente de la Conferencia Episcopal Española había pasado la semana en Madrid y no había dispuesto de tiempo. Había recibido el mensaje y le contestaba que por su parte no habría ningún tipo de inconveniente en hacer el funeral en la Catedral. No nos lo podíamos creer. Que no hubiera ningún tipo de objeción, salvo la de cumplir con el porcentaje de aforo y medidas de seguridad, nos dejó sin palabras. A fin de cuenta éramos unos desconocidos y hubiera sido muy sencillo rechazar la petición…  de hecho era la opción más problable. Para nosotros fue el último detalle de amor con el que Dios quería sellar ese tiempo de gracia que había marcado el final de la vida de un marido, padre, abuelo, hermano, amigo y en definitiva cristiano. El Presbítero que presidió el funeral, P. Pablo Vela, cuando se enteró de dónde lo celebraríamos, indicó: ‘sin duda alguna un regalo de Dios hacia Ángel en agradecimiento por todo lo que había hecho por la Iglesia’.

 

Barcelona, 8 de agosto de 2020

 

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